miércoles, 25 de noviembre de 2009

MARIO BENEDETTI

CORAZÓN CORAZA

Porque te tengo y no
porque te pienso
porque la noche está de ojos abiertos
porque la noche pasa y digo amor
porque has venido a recoger tu imagen
y eres mejor que todas tus imágenes
porque eres linda desde el pie hasta el alma
porque eres buena desde el alma a mí
porque te escondes dulce en el orgullo
pequeña y dulce
corazón coraza

porque eres mía
porque no eres mía
porque te miro y muero
y peor que muero
si no te miro amor
si no te miro

porque tú siempre existes dondequiera
pero existes mejor donde te quiero
porque tu boca es sangre
y tienes frío
tengo que amarte amor
tengo que amarte
aunque esta herida duela como dos
aunque te busque y no te encuentre
y aunque
la noche pase y yo te tenga
y no.


jueves, 12 de noviembre de 2009

NIRA ETCHENIQUE


Sin Amor



Si por lo menos no hubieras dicho que me amabas,

si sólo hubieras dibujado con tu mano cabal

la mansedumbre de mi cuerpo,

si me hubieras asaltado en silencio,

como el agua,

si hubieras venido a mí como un sonámbulo,

todo pulso, y calor, y piel, y lengua.



Si por lo menos no hubieras dicho que me amabas,

esta noche,

esta noche tan amarga me sería más fácil caminarla.



Caminarla sin ti que estás mordido

como el pan de vagabundo en la ventana,

caminarla, sin ti,

que te has herido como el pájaro de vientre prolongado.



Si por lo menos no hubieras dicho que me amabas,

si sólo hubieras llegado con tu hoy simple y rotundo

como un cero y nada más,

y nada de ayer y tu castigo,

y tu culpa y tu viejo carro uncido.



Si me hubieras penetrado sin palabras,

solo y único, en silencio, acorazado.



Si me hubieras metido con tu carne

con la boca afirmada a la moneda,

si me hubieras logrado sin hablarme...



Si por lo menos no hubieras dicho que me amabas,

si sólo hubieras descendido oscuro y anónimo

y feroz y enmudecido,

qué fácil caminar esta noche de ciudad dilatada en bocacalles.



Qué fácil detenerse en las esquinas

y en las manos que juegan a ser rosas

sobre el limpido cristal de las vidrieras ¡Qué fácil el otoño y el olvido!

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Sin embargo recuerdo.
Un cuarto piso.
Gorriones que venían con espejos,
Un suave olor a nardo,
Un suave olor a sexo,
Un suave olor a noche,
Un suave, suave, suave,
Un suave olor a humano.

Entonces las ventanas se abrían como madres
Y el cigarrillo ardía
Y ardía la campana, la lámpara, el abismo
Del muslo que gemía, del labio que quemaba,
Del áspero silencio sangrando boca arriba.

A veces te tocaba como si hubieras muerto.
Se me ocurrían cosas de loca, parecía
Que el mundo era de yema,
De azúcar, de canela,
Que había alcohol caliente tocando las paredes
Y pájaros de trigo colgando de mis senos.
Se me courrían cosas de loca, me reía
O acaso no reía,
O acaso me callaba
O sólo, solamente
O solamente acaso
Lloraba con el gusto de tu pelo en mi boca.

A veces te miraba como si hubieras muerto,
Dormido, estremecido, sin protección ni odio,
Prófugo de mi arena, solo en isla de miedo,
Negro de negra ausencia
Marinero sin espumas.
O quizá me soñabas y me estabas soñando
Pero yo te miraba como si hubieras muerto.
Entonces en el barco feroz de mi garganta
Navegaba cigarras, hormigas, grillos ciegos,
Un circo de cristales
Un mercado de lobos un pozo de calandrias
Y un cántaro de rosas.
La tarde se ponía color de cien naranjas.

Volvías a tu isla.
Naufragabas en mí.

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De diez y punto

VIII


Dormir contigo.
Dormir contigo era
la víspera de reyes.
Una ansiedad en la boca del estómago
y un gusto a barro por las uñas.
Un cumpleaños siempre, cada noche,
un par de zapatos puesto en la ventana

Dormir contigo.
Dormir contigo era
vigilar la oscuridad en las baldosas,
la mezquina sombra de los árboles,
el interminable amanecer que se estancaaba
y alejaba la noche y me alejaba.

No importaban las mesas,
en copas con que me bautizabas
en los estaños viejos de tu almagro,
no importaban los naipes
el tute burlón que desafiaba
la sorpresa caduca de unos ojos
entintandos en vino.
Íbamos enfermando el día,
murmurándole un réquiem a la tarde,
atravesados de dolor y espuma,
millonearios de amor, locos de versos,
drogados de gardel o de rivero,
viajeros de taxis desolados,
caminadores fuertes del tabaco,

Yo miraba en el fondo de tus ojos
la gran cama poblada como el mundo,
un incendio de clavos y de alambres,
un espacio de vidrio y lunas rojas,
un pedazo de estrella calcinada
la fractura con lágrimas de un árbol.

Muchas veces corró, mojada y turbia,
enemiga del agua, rencorosa
de los trenes que apenas se movían
de las altas escaleras frías
del antiguo ascensor que carraspeaba,
del minuto de fósforo en la esquina;
enemiga, enemiga de las horas,
de la piedra, del viento, del amigo,
del teléfono, el diarero, las noticias,
enemiga del tiempo sin tu boca.

Dormir contigo.
Dormir contigo era
depositar mi sangre de muchacha
junto a tu sangre simple de muchacho,
los besos que me dabas entre sueños
mirándome sin verme.

Entonces yo miraba la ventana,
la luz aue llegaría
y el sonido de la calle comenzaba a dolerme.

Luego había cosas que hacer como sonámbulos,
enlazar piedritas con relojes,
engañar la vida de algún modo,
volver a ser humano humanamente hablando.
Había que acechar los minuteros
y sonreir y pulirlos con ternura
y enfrentarse a paredes y agonías
y armar mecanos, piezas sueltas,
corazones en islas solitarias,
manteca sin papel,
papel sin letra,
despareja canción
cereza rota,
un otoño con plomo en las entrañas
o un verano de cal ue nos quemaba,
pero había después, dormir contigo,
caer en la tormenta de tu almohada,
hallar la paz, la lluvia, los naufragios
los barcos que anclaban y partían
y soplaban su olor de chimenea
y el sándalo, el cognac, las pasajeras
violetas y algún frasco con lilas.

Dormir contigo.
Dormir contigo erea
saber que nunca moriría.








Entre líneas

La novela de la vida

Por: Marcelo Massarino


Hubo en Buenos Aires una narradora que con su propia vida construyó su obra. Desconocida para el gran público, Nira Etchenique se destacó en un género que perturba a más de un escritor: cuando la historia es uno mismo.


En la ciudad de Buenos Aires hubo una llamada Generación del ’60: poetas, escritores, letristas del tango y músicos que, recién hoy -cuarenta y cinco años después- es reinvidicada porque impuso en la cultura un tinte costumbrista, hasta ese momento patrimonio de los tangueros. En muchos casos se quiere limitar la influencia de esta Generación al ámbito político por su compromiso en aquellos días turbulentos con más autoritarismo que democracia. Tiempos de una efervescente situación internacional que movilizaba a la juventud. El propio Juan Gelman señala que reducirla a la poesía política es un “malentendido”, porque sus integrantes tenían “un desenfado que ayudó a que los poetas se liberaran de determinados moldes”. Como dice Carlos Patiño, una Generación que “escribía ‘como sentía’ de los temas que ‘sentía’, de la forma que ‘sentía’ y esto la galvaniza y legitima”. La lista de nombres incluye a Alejandra Pizarnik, el propio Gelman, Roberto Santoro, Olga Orozco, César Fernández Moreno y Lubrano Zas, entre otros, junto al movimiento de la Nueva Canción con Armando Tejada Gómez y Hamlet Lima Quintana. Todos bebían de las mismas fuentes: Nicolás Olivari, Macedonio Fernández, Mario Jorge de Lellis, Raúl González Tuñón, Luis Luchi, Humberto Costantini y los poetas del tango Evaristo Carriego, Cátulo Castillo, Julián Centeya, Homero Manzi y Nicolás Olivari. Eran los días del Instituto Di Tella y de las revistas literarias El grillo de papel, El escarabajo de oro y Hoy en la cultura. En ese contexto, una mujer es considerada una de las mejores voces de aquella Generación: Nira Etchenique, valorada por sus colegas, aunque careció del reconocimiento popular. Escritora de ensayos, cuentos y novelas, también compuso letras de tango y ejerció el periodismo en diversas redacciones, como Aquí nosotras y La semana. Más tarde, forzada por la situación política, se refugió en los trabajos de corrección para editoriales.

Su nombre real fue Cilzanira Edith Etchenique y nació en el barrio de Flores un 26 de marzo de 1926. Tuvo cuatro hijos: Pablo, Claudio y Gabriela, junto a Montague Adelfang; luego a Sandra con Mario Jorge de Lellis. Falleció en el atardecer del sábado 6 de agosto de este año en su departamento del barrio de Congreso. Un artículo del historiador Roberto Selles, unas líneas en Clarín y un despacho de agencia dieron cuenta de su muerte víctima de cáncer. Poco antes recibió un homenaje por parte de la Secretaría de Educación del Gobierno porteño, que publicó una breve antología para distribuir entre estudiantes secundarios. Queda aún una novela inédita que su amiga, Lucía Laragione, está empeñada en publicar.

La Vasca Etchenique dejó una obra que si bien no es numerosa, alcanzó para que escritores como Andrés Rivera, Ricardo Piglia, Ana María Shua y Griselda Gambaro la consideraran una de las mejores escritoras contemporáneas, en especial por la ductilidad con que trabajó el género autobiográfico. Desde 1952, cuando publicó el libro de poemas Mi canto caído, su producción literaria incluye casi mil cuentos en revistas femeninas como Vosotras, algunos de los cuales firmó con seudónimo para eludir la censura de los militares que la condenaban por su compromiso político y sindical. La lista continúa con Esta tierra puesta en soledad; Horario corrido y sábado inglés, Faja de honor de la SADE; los ensayos Alfonsina Storni y Roberto Arlt; Diez y punto; Sur; Último oficio; Tempestad es la palabra; las novelas Persona, premio Fundación Dupuytren, y Judith querida; Vox Populi, el cuento que da título al libro ganó el premio Ciudad de Barañain, Navarra, España, y la señalada Antología de mayo de 2005 para estudiantes porteños.

En los años sesenta Nira frecuentaba los ámbitos culturales y la calle Corrientes era el lugar donde la bohemia porteña gestaba una explosión añorada aún hoy por algunos de sus protagonistas, pero desconocida para los jóvenes del siglo XXI que transitan esas mismas veredas y frecuentan los mismos bares. “Luchábamos y disfrutábamos de la vida. Éramos capaces de pelearnos por un poema, por una idea y amigarnos con un vaso de vino en una cantina”, recordaba. La ruptura de su pareja con Mario Jorge de Lellis inspiró Diez y Punto, una serie de poemas sobre “una historia de amor que, al mismo tiempo, es una despedida que sólo pudo haber sucedido en aquel Buenos Aires. Fueron escritos para alguien a quien amaba”, recordó en abril de este año durante un homenaje en La Manzana de las Luces. “Pregunto por la muerte y me pregunto/ por dónde te quitaron de mi sangre,/ quién fue, quién quiso, quién estuvo,/ comiéndote el amor con dientes grandes./ Ahora ya me callo, es el crepúsculo./ El sol se agarra a dios como a un ahogado”, escribió en el final de una relación con un De Lellis gravemente enfermo, quien murió un año después, el 14 de noviembre de 1966. En esas poesías y más allá de los personajes nunca mencionados pero reconocidos por todos, tenemos una pintura de la época, de sus valores y la presencia del tango como melancolía, el bar, el dolor y la rebelión que brota en cada verso: “No concedo perdón, quiero venganza./ Este libro es verdugo de mí misma./ Diez poemas de amor y de castigo/ y un suicido común que aquí nos mata”.

Con los textos de Diez y punto grabó un disco musicalizado con el bandoneón de Rodolfo Mederos y producción de Manuel Matus. También participó de dos espectáculos donde mezclaba literatura y música: Como con bronca y junando, en 1968, con la participación de Nelly Prince, Mabel Manzotti y Carlos Barral y, en 1971, Tiempo de tango y tempestad, con la dirección de Marcela Sola. Amiga de Cátulo Castillo y Julián Centeya escribió los tangos De charco y jazmín, junto a Héctor Stamponi; Réquiem para Discépolo; De mi barrio, Flores; Chau viejo y Fue la ciudad, todos con Sebastián Britos, y Nelly de barrio, con Roberto Selles y Alfredo Lescano. Selles, historiador y miembro de la Academia del Tango, opina que “la poesía de Nira era de avanzada para el gusto popular, como sucedió con Horacio Ferrer y Juan Carlos La Madrid. Ahora, a la distancia, se puede entender mucho más”. Sus letras fueron cantadas por Rosita Quintana, Fernanda Rusek, Alberto Vega y Daniel Loustau, entre otros.

La impronta autobiográfica que Nira Etchenique incorporó a su obra fue esencial. Ricardo Piglia la consideró “una escritora secreta y sutil”. Ante la aparición de Judith querida (Corregidor), señaló que “ha escrito otra novela admirable en la que vuelve a imaginar y a recordar su experiencia y su vida”, un libro que “está destinado a convertirse en un clásico -a la vez irónico y sentimental- de nuestra riquísima tradición autobiográfica”. Para Andrés Rivera se trata de una obra “de excepción. Conforta al lector y lo envuelve en una ternura como pocas veces encontré en la literatura”...

La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº44

viernes, 30 de octubre de 2009

OLGA OROZCO












MUSEO OLGA OROZCO

Aunque se borren todos nuestros rastros igual que las bujías en el amanecer...








Aunque se borren todos nuestros rastros igual que las bujías en el amanecer
y no puedas recordar hacia atrás, como la Reina Blanca, déjame en el aire la sonrisa.
Tal vez seas ahora tan inmensa como todos mis muertos
y cubras con tu piel noche tras noche la desbordada noche del adiós:
un ojo en Achernar, el otro en Sirio, las orejas pegadas al muro ensordecedor de otros planetas,
tu inabarcable cuerpo sumergido en su hirviente ablución, en su Jordán de estrellas.
Tal vez sea imposible mi cabeza, ni un vacío mi voz,
algo menos que harapos de un idioma irrisorio mis palabras.
Pero déjame en el aire la sonrisa:
la leve vibración que azogue un trozo de este cristal de ausencia,
la pequeña vigilia tatuada en llama viva en un rincón,
una tierna señal que horade una por una las hojas de este duro calendario de nieve.
Déjame tu sonrisa a manera de perpetua guardiana, Berenice.



Aquí están tus recuerdos...

Aquí están tus recuerdos:
este leve polvillo de violetas
cayendo inútilmente sobre las olvidadas fechas;
tu nombre,
el persistente nombre que abandonó tu mano entre las piedras;
el árbol familiar, su rumor siempre verde contra el vidrio;
mi infancia, tan cercana,
en el mismo jardín donde la hierba canta todavía
y donde tantas veces tu cabeza reposaba de pronto junto a mí,
entre los matorrales de la sombra.
Todo siempre es igual.
Cuando otra vez llamamos como ahora en el lejano muro:
todo siempre es igual.
Aquí están tus dominios, pálido adolescente:
la húmeda llanura para tus pies furtivos,
la aspereza del cardo,
la recordada escarcha del amanecer,
las antiguas leyendas,
la tierra en que nacimos con idéntica niebla sobre el llanto.
-¿Recuerdas la nevada? ¡Hace ya tanto tiempo!
¡Cómo han crecido desde entonces tus cabellos!
Sin embargo, llevas aún sus efímeras flores sobre el pecho
y tu frente se inclina bajo ese mismo cielo
tan deslumbrante y claro.
¿Por qué habrás de volver acompañado,
como un dios a su mundo,
por algún paisaje que he querido?
¿Recuerdas todavía la nevada?
¡Qué sola estará hoy, detrás de las inútiles paredes,
tu morada de hierros y de flores!
Abandonada, su juventud que tiene la forma de tu cuerpo,
extrañará ahora tus silencios demasiado obstinados,
tu piel, tan desolada como un país al que sólo visitaran cenicientos pétalos
después de haber mirado pasar, ¡tanto tiempo!,
la paciencia inacabable de la hormiga entre sus solitarias ruinas.
Espera, espera, corazón mío:
no es el semblante frío de la temida nieve ni el del sueño reciente.
Otra vez, otra vez, corazón mío:
el roce inconfundible de la arena en la verja,
el grito de la abuela,
la misma soledad, la no mentida,
y este largo destino de mirarse las manos hasta envejecer.




Pavana del hoy para una infanta difunta que amo y lloro

A Alejandra Pizarnik


Pequeña centinela,
caes una vez más por la ranura de la noche
sin más armas que los ojos abiertos y el terror
contra los invasores insolubles en el papel en blanco.
Ellos eran legión.
Legión encarnizada era su nombre
y se multiplicaban a medida que tú te destejías hasta el último hilván,
arrinconándote contra las telarañas voraces de la nada.
El que cierra los ojos se convierte en morada de todo el universo.
El que los abre traza las fronteras y permanece a la intemperie.
El que pisa la raya no encuentra su lugar.
Insomnios como túneles para probar la inconsistencia de toda realidad;
noches y noches perforadas por una sola bala que te incrusta en lo oscuro,
y el mismo ensayo de reconocerte al despertar en la memoria de la muerte:
esa perversa tentación,
ese ángel adorable con hocico de cerdo.
¿Quién habló de conjuros para contrarrestar la herida del propio nacimiento?
¿Quién habló de sobornos para los emisarios del propio porvenir?
Sólo había un jardín: en el fondo de todo hay un jardín
donde se abre la flor azul del sueño de Novalis.
Flor cruel, flor vampira,
más alevosa que la trampa oculta en la felpa del muro
y que jamás se alcanza sin dejar la cabeza o el resto de la sangre en el umbral.
Pero tú te inclinabas igual para cortarla donde no hacías pie,
abismos hacia adentro.
Intentabas trocarla por la criatura hambrienta que te deshabitaba.
Erigías pequeños castillos devoradores en su honor;
te vestías de plumas desprendidas de la hoguera de todo posible paraíso;
amaestrabas animalitos peligrosos para roer los puentes de la salvación;
te perdías igual que la mendiga en el delirio de los lobos;
te probabas lenguajes como ácidos, como tentáculos,
como lazos en manos del estrangulador.
¡Ah los estragos de la poesía cortándote las venas con el filo del alba,
y esos labios exangües sorbiendo los venenos de la inanidad de la palabra!
Y de pronto no hay más.
Se rompieron los frascos.
Se astillaron las luces y los lápices.
Se degarró el papel con la desgarradura que te desliza en otro
laberinto.
Todas las puertas son para salir.
Ya todo es el revés de los espejos.
Pequeña pasajera,
sola con tu alcancía de visiones
y el mismo insoportable desamparo debajo de los pies:
sin duda estás clamando por pasar con tus voces de ahogada,
sin duda te detiene tu propia inmensa sombra que aún te sobrevuela en busca de otra,
o tiemblas frente a un insecto que cubre con sus membranas todo el caos,
o te amedrenta el mar que cabe desde tu lado en esta lágrima.
Pero otra vez te digo,
ahora que el silencio te envuelve por dos veces en sus alas como un manto:
en el fondo de todo jardín hay un jardín.
Ahí está tu jardín,
Talita cumi.



Reseña biográfica

Poeta argentina nacida Toay, La Pampa, en 1920.
Su infancia transcurrió en Bahía Blanca hasta los dieciséis años, cuando se trasladó con sus padres a Buenos Aires
donde inició su carrera literaria.
Trabajó en el periodismo empleando varios seudónimos, dirigió algunas publicaciones literarias, hizo parte
de la generación «Tercera Vanguardia» de marcada tendencia surrealista, y basó su producción poética en la influencia
que en ella ejercieran Rimbaud, Nerval, Baudelaire, Milosz y Rilke.
Su obra ha sido traducida a varios idiomas y distinguida con los siguientes premios:
«Primer Premio Municipal de Poesía», «Premio de Honor de la Fundación Argentina» 1971, «Gran Premio del Fondo Nacional
de las Artes», «Premio Esteban Echeverría», «Gran Premio de Honor» de la SADE, «Premio Nacional de Teatro a Pieza Inédita»
en 1972, «Premio Nacional de Poesía» en 1988, «Láurea de Poesía de la Universidad de Turín», «Premio Gabriela Mistral»
otorgado por la OEA, «Premio de Literatura Latinoamericana Juan Rulfo» 1998.
De su obra merecen destacarse las siguientes publicaciones: «Las muertes» en 1951, «Los juegos peligrosos» en 1962,
«Cantos a Berenice» en 1977 y «Con esta boca, en este mundo» en 1994.
Falleció en 1999. ©

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AGOSTO DE 2003

Olga Orozco, el juego peligroso
por Ana Becciu
Ana Becciu, poeta y traductora argentina afincada en España y autora de Ronda de noche, nos descubre, en clave autobiográfica, su relación con Olga Orozco, primero de joven lectora y luego de amiga suya por más de tres décadas, al tiempo que nos revela algunas claves literarias y vitales para entender plenamente una vida y una obra capitales de nuestra lengua.
Una tarde de invierno de 1967, vagando por las calles de Buenos Aires, descubrí en una librería de viejo un ejemplar de Las muertes y otro de Los juegos peligrosos, de Olga Orozco, que entonces ya figuraban entre los libros "memorables" de la poesía argentina. Estudiante de Letras, en ese año me había rodeado de un grupo de compañeros, todos ciertamente extremistas, practicantes de eso que denominábamos nuestro activo-extremismo-poético. Escribíamos muchísimo y nos intercambiábamos poemas, los nuestros y los de poetas que descubríamos (llamáranse Simónides o Luis Cernuda) como de chicos en la primaria habíamos intercambiado figuritas. Uno de mis amigos, con quien me entretenía tardes enteras en un bar del centro, él comentando mis poemas y yo los suyos, me hizo una observación que sería decisiva para mis lecturas posteriores: "Tenés que leer más poesía argentina. Hay poetas, mujeres, que necesitás leer. Tenés que leer a Olga Orozco".
Era la primera vez que oía ese nombre. Por eso aquella tarde, cuando encontré esos libros "inhallables", sentí esa emoción tan próxima al desasosiego, a la angustia, que siento cada vez que veo un libro e intuyo que leerlo me va a cambiar-la-vida. Me fui a mi casa, me encerré en mi cuarto y empecé a leerlos. Con el oído. Oía a Olga Orozco como quien oye la música de una voz apaciguando voces, voces de almas, una voz humana apaciguando almas. ¿Qué voces? ¿Qué almas? Las reconocería años más tarde, cuando yo se fuera desmultiplicando en otros, de tú en tú hasta el terso, íntimo nosotros. ¿Qué otra cosa si no es leer? Leer poesía, digo. Acto de arrojo enamorado. De enamorada que oye, oye siempre la música, reconoce el timbre, la singularidad de una voz que le trae sentido. Que le da sentido. La voz del poeta da sentido al lector del poema. Un sentido inconfesable e intransmisible, que es solamente para él o para ella, quien en el espacio —lapso— de esa lectura accede al sentimiento de estar vinculada, a algo o a alguien, no ya desamparada, a merced de una intemperie, entre almas sin sosiego.
Nos conocimos cuatro años después, en casa de Alejandra Pizarnik. Nunca había visto una foto de ella y tanto amaba yo su poesía que suponía que esa belleza en cuerpo no debía de existir y hasta me parecía sacrílego que alguien pudiera decir "Hoy hablé por teléfono con Olga Orozco". Por eso, cuando Alejandra me abrió la puerta y riéndose me dijo "Pasá, ahí está Olga Orozco", casi me escapo corriendo, pero la mujer sentada en el sofá ya me estaba mirando y me sonreía y con una mano me señalaba, entre bondadosa y divertida, un lugarcito a su lado. Era muy hermosa, oscuro el pelo y morena la piel y unos ojos verdes que la miraban a una reconociéndola. Pese a que estaba sentada, a mí me pareció altísima. Y altísima iba a parecérmelo siempre, cuantas veces la vi en los casi treinta años que duró nuestra amistad hasta su muerte.
Pero más subyugante aún era el timbre de su voz. Honda, ronca, de espesura. Hablaba y sus palabras se disponían en un orden de colores y sonidos que otorgaba nitidez y precisión a su discurso. Igual que en sus poemas, empleaba sustantivos y adjetivos nunca intercambiables por otros. Cuando ella hablaba, lo que decía se veía. La ambigüedad no era lo suyo. La aproximación tampoco. Nunca hablaba por hablar como no escribió ninguno de sus poemas para rellenar huecos o abultar un libro.
Conversar con ella era una fiesta. Tenía tal sentido del humor (un humor que no abandonó ni en los peores momentos de su vida) que cualquier situación de la vida cotidiana, por trivial que fuera, resultaba extraordinariamente divertida cuando ella la contaba. En las conversaciones acompañaba sus frases con un balanceo del cuerpo que era lo más parecido a la escansión de sus versos leídos. Era muy consciente de que se balanceaba mientras hablaba o leía. Como quien acompaña con su cuerpo el ritmo incantatorio de una plegaria. Una vez le pregunté si sabía por qué lo hacía. Me contestó que se lo habían preguntado muchas veces y que solía dar siempre respuestas del estilo "Nací en La Pampa y la hierba fue mi nodriza". Pero sabía que la razón era otra, que mientras ese gesto no se interrumpiera, nada podía sucederle.
"Mis poderes son escasos. No he logrado trizar un cristal con la mirada, pero tampoco he conseguido la santidad, ni siquiera a ras del suelo. Mi solidaridad se manifiesta sobre todo en el contagio: padezco de paredes agrietadas, de árbol abatido, de perro muerto, de procesión de antorchas y hasta de flor que crece en el patíbulo. Pero mi peste pertinaz es la palabra... Es inútil que intente fijarla como a un insecto aleteante en el papel... Cinco libros impresos y dos por revelar, junto a una pieza de teatro que no llega a ser tal, testimonian mi derrota", escribió en "Apuntes para una autobiografía" hacia 1976. Pero siempre se sintió así, incluso cuando ya, a sus casi ochenta años, su reputación como la mayor poeta del continente (de la lengua española) era indiscutible y fue consagrada por sus pares con el premio Juan Rulfo en 1998 por el conjunto de su obra. "Sentir que soy una poeta, no lo sentí nunca, todavía estoy aspirando al título", solía decir —aunque a muchos les costará creerlo— sin falsa modestia. Éste es uno de los aspectos de su personalidad en el que vale la pena detenerse un momento en esta época pródiga en gentes que, como ironizaba Borges, piensan primero en publicar y después en escribir. Olga Orozco nunca aspiró a tener eso que hoy se conoce como "visibilidad mediática" (los editores y muchos críticos se sirven hoy de esto para medir la talla grande o pequeña de un escritor), su presencia no fatigó las tribunas de opinión de periódicos locales o extranjeros ni los estudios de televisión, tampoco ocupó un "espacio público". Sólo escribió libros. En sesenta años publicó once libros, con intervalos de cuatro, siete y hasta diez años entre uno y otro. En la segunda mitad del siglo XX su reputación de gran poeta no hizo más que crecer y afianzarse en el ámbito de las letras hispanoamericanas. Únicamente con su poesía, cuyo hilo es el mismo del primer libro al último: la nostalgia de la infancia, el escándalo de la muerte, el amor, la soledad, la memoria, motivaciones que irá intensificando con el tiempo y con recursos idiomáticos cada vez más ricos. Fue la primera que, en la década del cuarenta, reivindicó para sí la palabra poeta, acuñándola de ahí en más para sus contemporáneas y las que la sucederían en tan peligroso oficio. A tal punto que, en América Latina, hoy resulta impensable que un periodista o un crítico (a menos que sea un cursi trasnochado) hable de "poetisa" cuando se refiere a alguna de las muchas y muy buenas poetas que escriben en nuestra lengua. Es lícito señalar que Olga Orozco fue la primera mujer del siglo XX que, por su labor de escritora, integró en vida la escena riquísima de la poesía hispanoamericana. Sus poemas le dieron fama, no el "escándalo", que en nuestro patio ha acompañado siempre a las poetas malgrè elles, escamoteándoseles el derecho a ser famosas por sus libros y no por los avatares de sus vidas amorosas o sus muertes trágicas.
Sus primeros poemas aparecieron en 1940, en Canto, una revista que tuvo una vida breve (solamente salieron dos números), pero que fue muy importante, puesto que inauguró la que después se dio en llamar "Generación del Cuarenta". Como suele decir Arturo Carrera con mallarmeana delicadeza, "toda generación es una vanidad", y la del Cuarenta es sólo un nombre que sirve para evocar a los poetas agrupados en torno a Canto, que publicaron sus primeros libros por aquellas fechas y entre quienes había cierta amistad. Eran todos muy distintos y venían de corrientes muy diferentes. Se llamaban Miguel Ángel Gómez, Joaquín O. Gianuzzi, Edgar Bailey, Enrique Molina, J. R. Wilcock, entre otros, y eran casi todos mayores que Olga. Asumían el ideario vanguardista europeo, el del surrealismo francés especialmente, pero también leían a Michaux y a Reverdy, y a los poetas españoles del 27 como Aleixandre, Cernuda y Alberti, sin olvidar la influencia de Macedonio Fernández y de Oliverio Girondo en el ánimo irreverente e inconformista de estos jóvenes.
Olga Orozco y Enrique Molina son los poetas que habitualmente se citan como emblemáticos de esta generación. Tal vez porque además de sus afinidades poéticas los unió, entre 1944 y 1948, una gran pasión amorosa, y luego, mientras vivieron, una respetuosa amistad. Compartieron el interés por el ocultismo, que en Olga Orozco se plasma en uno de sus libros más perfectos, Los juegos peligrosos, de 1962. El surrealismo influye en ambos al comienzo, pero se decanta luego diferentemente. Si para Molina el surrealismo fue una actitud vital y a la vez una técnica, para Orozco fue una estética en su juventud, pero no una técnica, aunque ciertos elementos oníricos y subconscientes propios de aquel movimiento se hallen en sus poemas. Para Molina la poesía no podía "pretender otra cosa que cambiar la vida". Para Orozco era un Absoluto, así como lo eran el amor y Dios, que "sirve para mirar juntos el fondo del abismo y ayuda a no dormirse sobre el costado más cómodo". (La fe en la capacidad subversiva de la poesía no la abandonó jamás. A pocos años de su muerte, a los poetas jóvenes, desalentados por la reticencia de las editoriales a publicar poesía, les dijo con vehemencia de muchacha: "Si los editores deciden no publicar más libros de poemas, cantaremos la poesía por las calles, la diremos en las plazas, la imprimiremos en papel barrilete".)
Tan decisivo como el surrealismo para su poesía fue su temprana lectura del poeta lituano O. V. de Lubicz Milosz y del español Luis Cernuda. Siempre leyó a Milosz, siempre hablaba de él, sabía muchos de sus poemas de memoria y los recitaba a menudo. Hasta el último día de su vida en la mesa del comedor de su casa tuvo al alcance de la mano la antología de poemas de Milosz traducidos por Augusto D'Halmar en 1922.
El verso largo del lituano Olga lo transformó y lo moldeó hasta convertirlo en el instrumento característico de su poesía: su verso libre adquiere proporciones de versículo portador de imágenes subconscientes u oníricas muy coherentes, que dan por resultado poemas perfectamente estructurados. "Nunca he pasado de una línea a la siguiente si la anterior no estaba perfectamente admitida por mi conciencia", explicó en una ocasión. No tiene equivalente en la poesía argentina. Es un arte del que sólo ella tuvo el secreto. Tan imposible es de imitar que supongo que puede ser una razón para que no haya tenido seguidores.
Desde Las muertes (1952) hasta Con esta boca, en este mundo (1994) su poesía es esencialmente lírica y autobiográfica en el sentido en que lo es la mejor poesía escrita en la segunda mitad del siglo XX, es decir, no como discurso de la vida real de la persona que escribe sino como subjetividad del poeta que se nombra como otro ("Yo, Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos que muero"). "El 'yo' del poeta es un sujeto plural en el momento de la creación, es un 'yo' metafísico, no una personalidad".1
Ni las desgracias (las personales y las del país), ni la enfermedad, ni la vejez hicieron que Olga cejara un minuto en su empeño de cuestionar la realidad con su poesía. Oscilando entre la impotencia del poeta y la "infinita probabilidad" de la poesía, solamente ella pudo al final de un siglo humanamente atroz lanzar esta pregunta: "¿cómo nombrar con esta boca,/ cómo nombrar en este mundo con esta sola boca en este mundo con esta sola boca?" ~

FUENTE DEL ARTÍCULO: Blog Letras libres.


Melan

martes, 27 de octubre de 2009

ALFONSINA STORNI


Tú me quieres blanca.

Tu me quieres alba,
me quieres de espumas,
me quieres de nácar.
Que sea azucena
sobre todas, casta.
De perfume tenue.
Corola cerrada.
Ni un rayo de luna
filtrado me haya.
Ni una margarita
se diga mi hermana.
Tú me quieres nívea,
tú me quieres blanca,
tú me quieres alba.
Tú que hubiste todas
las copas a mano,
de frutos y mieles
los labios morados.
Tú que en el banquete
cubierto de pámpanos
dejaste las carnes
festejando a Baco.
Tú que en los jardines
negros del Engaño
vestido de rojo
corriste al Estrago.
Tú que el esqueleto
conservas intacto
no sé todavía
por cuáles milagros,
me pretendes blanca
-Dios te lo perdone-,
me pretendes casta
-Dios te lo perdone-,
¡me pretendes alba!
Huye hacia los bosques,
vete a la montaña;
límpiate la boca;
vive en las cabañas;
toca con las manos
la tierra mojada;
alimenta el cuerpo
con raíz amarga;
bebe de las rocas;
duerme sobre escarcha;
renueva tejidos
con salitre y agua:
Habla con los pájaros
y llévate al alba.
Y cuando las carnes
te sean tornadas,
y cuando hayas puesto
en ellas el alma
que por las alcobas
se quedó enredada,
entonces, buen hombre,
preténdeme blanca,
preténdeme nívea,
preténdeme casta.

Al oído...

Si quieres besarme.....
besa-yo comparto tus antojos-.
Mas no hagas mi boca presa..
bésame quedo en los ojos.
No me hables de los hechizos

de tus besos en el cuello...
están celosos mis rizos,
acaríciame el cabello.
Para tu mimo oportuno,

si tus ojos son palabras,
me darán, uno por uno,
los pensamientos que labras.
Pon tu mano entre las mías...

temblarán como un canario
y oiremos las sinfonías
de algún amor milenario.
Esta es una noche muerta

bajo la techumbre astral.
Está callada la huerta
como en un sueño letal.
Tiene un matiz de alabastro

y un misterio de pagoda.
¡Mira la luz de aquel astro!
¡la tengo en el alma toda!
Silencio...silencio...¡calla!

Hasta el agua corre apenas,
bajo su verde pantalla
se aquieta casi la arena...
¡Oh! ¡qué perfume tan fino!

¡No beses mis labios rojos!
En la noche de platino
bésame quedo en los ojos...



¿Te acuerdas?

Mi boca con un ósculo travieso
buscó a tus golondrinas, traicioneras,
y sentí tus pestañas prisioneras
palpitando en las combas de mi beso.
Me libró la materia de su peso...

pasó por mí un fulgor de primaveras
y el alma anestesiada de quimeras
conoció la fruición del embeleso.
Fue un momento de paz tan exquisito

que yo sorbí la luz del infinito
y me asaltó el deseo de llorar.
¿Te acuerdas que la tarde se moría

y mientras susurrabas: "¡Mía! ¡Mía!"
como un niño me puse a sollozar?....


Subconciencia

Has hablado, has hablado y me he dormido.
Pero duermo y no duermo, porque siento
que estoy bajo el supremo pensamiento:
vivo, viviré siempre y he vivido.
Has hablado, has hablado y he caído
en un marasmo... cede hasta el aliento.
Tiempo atrás, en las sombras, me he perdido:
estoy ciega. No tengo sentimiento.
Como el espacio soy, como el vacío.
Es una sombra todo el cuerpo mío
y puedo como el humo levantarme:
Oigo soplos etéreos... sobrehumanos...
Sujétame a la tierra con tus manos,
que si el viento se mueve ha de llevarme.



Reseña biográfica

Nació en Capriasca, Suiza, en 1892, pero desde los cuatro años fue llevada a Argentina, país que la acogió con su nacionalidad. Desde muy niña empezó a trabajar como maestra, haciendo sus primeros pinos como poetisa bajo el pseudónimo de TaoLao.Obtuvo importantes premios literarios que la hicieron conocer ampliamente en todos los países latinoamericanos, destacándose entre sus obras, «Languidez», «El dulce daño» y «La inquietud del rosal».Se quitó la vida en 1938. ©

sábado, 24 de octubre de 2009

PABLO NERUDA

Poema 01... Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos...







Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,


te pareces al mundo en tu actitud de entrega.


Mi cuerpo de labriego salvaje te socava


y hace saltar al hijo del fondo de la tierra.






Fui sólo como un túnel. De mí huían los pájaros,


y en mí la noche entraba en su invasión poderosa.


Para sobrevivirme te forjé como un arma,


como una flecha en mi arco, como una piedra en mi honda.






Pero cae la hora de la venganza, y te amo.


Cuerpo de piel, de musgo, de leche ávida y firme.


¡Ah los vasos del pecho! ¡Ah los ojos de ausencia!


¡Ah las rosas del pubis! ¡ Ah tu voz lenta y triste!






Cuerpo de mujer mía, persistiré en tu gracia.


Mi sed, mi ansia sin límite, mi camino indeciso!


Oscuros cauces donde la sed eterna sigue,


y la fatiga sigue y el dolor infinito.


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Tengo hambre de tu boca, de tu voz, de tu pelo...







Tengo hambre de tu boca, de tu voz, de tu pelo


y por las calles voy sin nutrirme, callado,


no me sostiene el pan, el alba me desquicia,


busco el sonido líquido de tus pies en el día.






Estoy hambriento de tu risa resbalada,


de tus manos color de furioso granero,


tengo hambre de la pálida piedra de tus uñas,


quiero comer tu piel como una intacta almendra.






Quiero comer el rayo quemado en tu hermosura,


la nariz soberana del arrogante rostro,


quiero comer la sombra fugaz de tus pestañas






y hambriento vengo y voy olfateando el crepúsculo


buscándote, buscando tu corazón caliente


como un puma en la soledad de Quitatrúe.


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Poema 07... Inclinado en las tardes tiro mis tristes redes...






Inclinado en las tardes tiro mis tristes redes


a tus ojos oceánicos.






Allí se estira y arde en la mas alta hoguera


mi soledad que da vueltas los brazos como un


náufrago.






Hago Rojas señales sobre tus ojos ausentes


que olean como el mar a la orilla de un faro.






Sólo guardas tinieblas, hembra distante y mía,


de tu mirada emerge a veces la costa del espanto.






Inclinado en las tardes echo mis tristes redes


a ese mar que sacude tus ojos oceánicos.






Los pájaros nocturnos picotean las primeras


estrellas


que centellean como mi alma cuando te amo.






Galopa la noche en su yegua sombría


desparramando espigas azules sobre el campo.


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Poema 15... Me gustas cuando callas porque estás como ausente...







Me gustas cuando callas porque estás como ausente,


y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.


Parece que los ojos se te hubieran volado


y parece que un beso te cerrara la boca.






Como todas las cosas están llenas de mi alma


emerges de las cosas, llena del alma mía.


Mariposa de sueño, te pareces a mi alma,


y te pareces a la palabra melancolía;






Me gustas cuando callas y estás como distante.


Y estás como quejándote, mariposa en arrullo.


Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza:


déjame que me calle con el silencio tuyo.






Déjame que te hable también con tu silencio


claro como una lámpara, simple como un anillo.


Eres como la noche, callada y constelada.


Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.






Me gustas cuando callas porque estás como ausente.


Distante y dolorosa como si hubieras muerto.


Una palabra entonces, una sonrisa bastan.


Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.


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PABLO NERUDA


(Chile, 1904-1973)


Poeta chileno, considerado uno de los más importantes del siglo XX. Hijo de un ferroviario, y huérfano de madre cuando solo había vivido un mes, escribía poesía desde muy joven (el seudónimo comenzó a usarlo cuando apenas tenía dieciséis años). Gabriela Mistral lo inició en el conocimiento de los novelistas rusos, que el poeta admiró toda su vida. Estudió para convertirse en profesor de francés, sin llegar a lograrlo. Su primer libro, cuyos gastos de publicación sufragó él mismo con la colaboración de amigos, fue Crepusculario (1923). Al año siguiente, su Veinte poemas de amor y una canción desesperada se convirtió en un éxito de ventas (ha superado el millón de ejemplares), y lo situó como uno de los poetas más destacados de Latinoamérica. Entre las numerosas obras que le siguieron destacan Residencia en la tierra (1933), que contiene poemas impregnados de trágica desesperación ante la visión de la existencia del hombre en un mundo que se destruye, y Canto general (1950), un poema épico-social en el que retrata a Latinoamérica desde sus orígenes precolombinos. La obra fue ilustrada por los famosos pintores mexicanos Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros. Como obra póstuma se publicaron, en el mismo año de su fallecimiento, sus memorias, con el nombre de Confieso que he vivido. Poeta enormemente imaginativo, Neruda fue simbolista en sus comienzos, para unirse posteriormente al surrealismo y derivar, finalmente, hacia el realismo, sustituyendo la estructura tradicional de la poesía por unas formas expresivas más asequibles. Su influencia sobre los poetas de habla hispana ha sido incalculable y su reputación internacional supera los límites de la lengua. En reconocimiento a su valor literario, Neruda fue incorporado al cuerpo consular chileno y, entre 1927 y 1944, representó a su país en ciudades de Asia, Latinoamérica y España. De ideas políticas izquierdistas, fue miembro del Partido Comunista chileno y senador entre 1945 y 1948. En el año 1970 fue designado candidato a la presidencia de Chile por su partido y, entre 1970 y 1972, fue embajador en Francia. En 1971 recibió el Premio Nobel de Literatura y el Premio Lenin de la Paz. Antes había obtenido el Premio Nacional de Literatura (1945). © eMe


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