viernes, 10 de junio de 2011

LAS URGENCIAS DE UN DIOS de Enriqueta Ochoa



¡Cuánto girón de cielo prometido

que no puedo creer,

que no logra sitiarme

ni adormecer mi sien

ni incitarme el afán!



No rebusquen más mitos en mis labios.

Soy la furia salvaje de una criatura

abandonada en el monte

sin conocer más padre que el sol que ha requemado mi epidermis

ni más madre que ese lamento gris de tierra

que indefinidamente me derrumba y me levanta.



Una urgencia por Dios toma el vocablo.

¡Lo que nos pasa a veces!

Si cuando niña se me hubiera dicho:

'Ante Dios

afloja la rodilla y baja el rostro',

yo hubiera obedecido.

Pero nadie sopló luces de mitos en mi frente

ni se movió en los nervios de mis actos

(aprendí de mi abuelo a levantar, por mi mano, todas las cosas)

y fui sólo el bárbaro explorador sin ropas

que arañando la piedra se trepaba al risco

para avistar las rutas que indicaba

su brújula de astros y de olores.

Y ahora, cuando alguien me pregunta:

'¿Cuál es tu Dios, tu identidad, y la región que habitas?', digo:

¡ªMi tierra es la región del embarazo

y yo soy la semilla donde Dios

es el embrión en vísperas.



¡Cuánto pasado para llegar aquí!

Para poder estar de pie junto a las cosas

y decir:

¡ªMi corazón se espiga frente al mundo

como una inmensa lágrima caliente.

Pasan las madres con sus hijos.

Las parcelas revientan de brotes

y el espacio nutre un retoño

de vibrátiles e inmensas dimensiones.

Ante esto

yo mido la magnitud de mis caderas,

palpo mis carnes, aguzo el oído finamente

y confirmo el hecho:

como ellas yo llevo un fruto en mí.

Pero alguien, no sé quién, salta y me dice:

'Ficticio anunciamiento

en la sorda pulsación de un cuerpo estéril'.

Qué saben ellos

de ese recóndito embrión

urgiendo mi presencia bajo un cielo de ruinas.

Qué saben de ese embarazo antiguo gestando desde siglos

un hijo despatriado que no logra nacer

ni abortar de mi vientre

cuando resbalo y caigo.

Un hijo falsamente robado y bautizado

en el narcotizante vino de un río mitológico

que no acierta a moverse

con la pesada carga que le asignan.

¡Ay del fruto en la entraña

escandalosamente percibido,

voluminosamente titulado,

quebrantando mis huesos al golpe de su peso!

Y antes no eran sus rasgos pronunciados

ni complicado el peso.

Yo recuerdo la niña agilidad

que jugaba con la víscera azul

antes del rapto,

casi en la misma conjunción del lecho:

aquella anunciación difusa y primeriza

de hace siglos,

donde su presencia apenas si brillaba

con párvula intuición de imprecisión y azoro.

Sensible al ruido y diminuto,

sus fugas nos vedaban los contornos

y aún el más sigiloso y descalzo de los pasos

le aguijaba de miedos

precipitándole en una tímida huida de corza repentina.

Pero eso fue ayer. Ayer,

en el tiempo de las primeras brasas.

Hoy todo es distinto.

Sé mi condición de madre

y de Dios su condición de hijo,

de sucesión, rumbo al futuro,

y un desgajado sol de otoños dulces

dilata mi corazón y lo revienta en grito:

¡Mi hijo! ¡Mi hijo!

Con un temblor de voz que supera todas las ternuras.



De blasfemia han tachado mis urgencias.

Dicen que Dios no reirá jamás entre mis labios

ni llorará en la cuenca de mis ojos tristes.

Seré siempre la anónima, la gris, la desterrada

para quien sólo existe por patria

un índice de estragos y de hogueras-

Pero...

Que no me digan nada.

El corazón se exprime en sus lagares

y canta en el ardor de sus heridas,

El mío canta aquí, a la intemperie,

sin fronteras ni códigos caducos,

sin esos cuentos viejos que nos dicen:

'Corrían arcos de luz de arriba abajo

y tatuaban las frentes de distancias'.

Como si el ala oculta no tocara

más arriba del ojo de los vientos.

Yo no puedo alisar fábulas ciegas.

Alguien rompió sus labios pecho adentro

y me enseñó a forjarme desde siempre

una forma de amor recíproca y sencilla.

De aquí que guste la identidad sin límites ni ambages

y use el coloquio fácil y entrañable

con que en el vientre se hablan madre e hijo.

No reparo en lo dicho. Dios es mi inseparable,

mi más íntimo compañero

de juegos y de lágrimas:

el más constante y tierno,

más rebelde y sumiso.

Lo que son las cosas...

Yo sé lo que le espera al canto en que me espigo:

una turba de puños indignados demolerán su forma,

me trizarán a golpes.

Mas yo sabré ubicarme

de nuevo en mi insistencia

sacudida de grillos la cabeza

y destrenzado el pelo hasta las corvas,

porque odio los límites supuestos.

No me conformo con que digan:

'su forma es ésta; vedada otra estructura'.

¡Qué débil consistencia de doctrina!

Recordad que Dios es el espejo

más contradictorio y bifurcado,

acomodado a todas las pupilas.

Yo lo esculpo a mi modo y le doy forma.

¿Cómo pecar con esto?

¿Peca la hembra que proclama al vástago?

¿Peca al decir: se hospeda desde siempre

en la borrasca delirante de mi sangre?

Imposible.

El concebir y el cantar no hay que velarlos.

Hay que danzar con ellos a la luz del día

y a la obsidiana luz de la alta noche.

Yo no puedo evitar mi índole espontánea;

soy una cascada de torsos al desnudo.

Como el niño se da, me doy al viento

desatando mi grito.

Los buenos

me dirán que calle y ceda.

Mas yo que en torno de mi cintura

be puesto un cascabel de mineral rojizo

que a cada paso grita a Dios: ¡Mi hijo!

y establezco mis propios cánones y salmos,

no me dejo llevar

ni me dejo negar

ni escondo la vereda

ni me humillo el rostro

cuando otros le nominan 'Padre', '¡Ã¤Artífice',

ni les digo el origen de mi grito

porque no creerán en la sobrevivencia.

Perece el padre, sobrevive el hijo,

El último es eterno:

llora en el niño antes de hacerlo hombre,

y después y después,

y siempre el hijo despejando el futuro.

dominando horizontes

imperecedero, triunfal,

en la Unidad, en lo Eterno.

¿Por qué ignorar que el mundo

es un cotiledón de fuego

en que Dios va formando su presencia?

Son cosas que no pueden cubrirse.

Miradme aquí cómo al tratar su nombre

danzo en una resurrección

de brasas removidas

y siento sus latidos sonándome en el pecho.

¿Cómo negar al hijo que florece?

No he aprendido a ocultarle

ni a decir que me pesa, aunque me acusen

de agotarme su largo nacimiento.

¿Por qué habría de ser?

Él no me obliga a prescindir de nada.

Su floración es natural y simple

y si bien estos ojos vidriosos se me pierden

tras un vago rumor inaprehensible

y a menudo descanso en el camino

y acaricio su forma por mi vientre.

también puedo agitarme

y retozar a pie descalzo el monle vivo

y hago correr sus pies entre mis piernas

y hundo mis manos en la tierra firme

y bebo el agua corriente de los ríos

y desnudarme al sol.

Y es mejor que mejor,

porque no me gustaría que el que pasara viera

mi cabeza quebrada sobre el pecho,

ni quiero para él un enfermizo rostro

de Dios encajonado

en estancias oscuras y severas.

Quiero que muerda el corazón del mundo,

que sepa del sol,

de los astros, del viento,

de lo grande y lo mínimo.

Quiero en Dios al lujo que creciendo

en plenitud reviente al cerco falso

y destruya las fronteras

y la celda ficticia y demudada

del concepto y la carne.

Lo quiero levantando su imperio al aire libre.

desnudo, limpio, imperturbable y sano,

respirando hondo y fuerte

del aliento rotundo de la tierra.

No hay comentarios:

Publicar un comentario